Desde el primer contacto, las obras de Amaya Salazar son un placer para la vista por el tratamiento de la luz y del dibujo. Transmiten una paz y una serenidad cuyo objetivo es mantener al espectador en contemplación.
Después, la serenidad observada se transforma en una multitud de cuestiones. Su obra hace pensar en la de Gauguin, titulada “¿Quienes somos? ¿De donde venimos? ¿Donde vamos? Reflexiones y cuestionamientos de un artista sólo en su mundo de Tahiti”. El tiene la lucidez de pintar con acierto y precisión un pensamiento como ese. Para Amaya Salazar, la soledad también es “una necesidad en el momento de la creación”, que le permite adentrarse totalmente en su trabajo. Ella también comparte con Gauguin la forma de presentar las figuras humanas frente a la naturaleza, con una postura serena, en una especie de jardín del Edén.
Las caras sin rostro de sus personajes presentan una reflexión muy interesante. La cuestión no es saber si podemos identificarnos con alguien que conocemos. Al contrario, como no hay rostro, todos nos identificamos, no como persona, sino como seres humanos. De esta manera, tomamos conciencia de la existencia del ser humano. ¿Serán también estas caras sin rostro una expresión de la dominicanidad, al igual que las muñecas que todos conocemos? Retomando el mito de la caverna de Platón, Amaya Salazar crea imágenes de figuras humanas. La palabra imagen aquí tiene un sentido profundo. Es un existencialismo pictórico.
En sus cuadros, al igual que en la caverna, la luz revela la existencia ontológica del hombre. Luz mística, luz metafísica dan no solamente una dimensión artística sino también una dimensión expresiva con el color. La luz adquiere transparencia para dar a los colores una textura única, un cuerpo parecido al del pintor Louis Toffoli. Éste tiene el mismo tratamiento de la luz para llevarla a un nivel transparencia, y de esta forma expresar al mismo tiempo una intimidad y una verdadera vida interior.
El color a través de la luz expresa las inquietudes e interrogaciones de la artista frente a un mundo en permanente cambio. Para pintar el frágil equilibrio de la presencia humana en el mundo, rompe en algunas partes de sus obras el “camaieu’, es decir, la variación de tonos de un mismo color. Este mundo representado con partes de la naturaleza como palmas representa un micro-cosmos del universo. Frecuentemente, las siluetas se unen con el fondo vegetal y “esconden la figura humana a la naturaleza para dar algo místico” según las palabras de la artista. El efecto de unir fondo y sujeto viene del tratamiento del color.
Al igual que la de Rembrandt, la obra de Amaya Salazar hace aparecer dentro de la luz cada elemento, mostrando una vida intensa y profunda. Como el pintor renacentista, la artista dominicana da suma importancia al trazo para llevarlo a esferas que no tienen que ver con nada material, sino con algo impalpable. Así, esconde algunos trazos, hace bailar su línea para que ambos se fundan en el color. De esta manera puede lograr efectos de color luminosos e intangibles.
Los temas tratados marcan su preferencia por el lado espiritual y amistoso de la vida humana. Uno de ellos, la maternidad, es el reflejo más grande de su pensamiento. Sin verse de forma aparente, la madre y el hijo tienen una relación muy estrecha. La artista lo logra por su línea expresiva y su manera de unir los colores para crear unidad en espacios pequeños en el cuadro. Son como micro-espacios que confieren al ambiente un efecto de intimidad. Pero estos micro-espacios no rompen con la unidad del cuadro. Al contrario, participan a la complejidad de la construcción. Y prueba de ello es que, según la propia artista, sus cuadros son rompe-cabezas.
La obra de Amaya Salazar, llena de humildad, determinación y suavidad, plasma su personalidad, su carácter y la expresión de su identidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario